Santo Domingo, República Dominicana, jueves 21 de noviembre, 2024

La reforma es un trago amargo

PERSPECTIVA: Quien pretenda siquiera sugerir que existe una reforma fiscal simpática, no solo se quiere hacer el distraído, sino que es un hipócrita incorregible. Eso, sencillamente, nunca lo hubo ni lo habrá. Ni aun los parches tributarios aplicados en los últimos 25 años pasaron sin generar resistencia, puesto que las reformas, por simple que resulten, terminan impactando negativamente a algún sector.

La última reforma tributaria de gran calado se produjo en 1992 con el país literalmente en el precipicio estructural, sin vías de solución para un desbalance tan dramático que pensábamos que sería casi imposible de rebasar.

Para entonces se echó mano a un recurso llamado diálogo tripartito, en el que todos los sectores depusieron intereses, se ajustaron el cinturón y el país salió a flote, dirigido por el presidente Joaquín Balaguer, sin dudas uno de los líderes de mayor arraigo en la política y la conducción del Estado.

A pesar de la crisis surgida por los cuestionamientos a su reelección de 1990, Balaguer conservaba la autoridad suficiente para sentar en la misma mesa a políticos, empresarios y sindicalistas, quienes lograron armonizar la más profunda y duradera reforma estructural.

La reforma que ha presentado el Gobierno es la más amplia después de aquella, y tiene la virtud de que se encamina sin que el país se encuentre en la encrucijada de 1992.

Tal vez por ello el presidente Luis Abinader decide asumir el eventual costo político que se pudiera derivar de esta, pero también consciente de que en la coyuntura actual resultaría poco probable que la oposición preste su concurso para afrontar lo que en términos macroeconómicos es impostergable.

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Un factor que hace intrascendente la búsqueda de consenso político—que de antemano era descartable—es que el presidente goza de una privilegiada correlación congresual suficiente para aprobar la reforma con su propia bancada.

Todos los sectores están conscientes de que un país no puede pretender que sus necesidades se resuelvan con endeudamiento externo continuado, sin correr el riesgo de descalabrarse, al punto de no poder pagar ni que nadie le preste un peso.

Obtener más recursos sin endeudarse es un imperativo urgentísimo que el Gobierno asume con valentía, pues de no afrontarlo y dejar que la bola corra, se expondría a que la crisis le reviente. Y un presidente responsable no haría eso.

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