Los abogados son tan importantes socialmente que, en sí mismos son un personaje obligado en la literatura de todos los tiempos, ya que están investidos por antonomasia como defensores de la libertad, del honor y del patrimonio de las personas. Acaso los bienes más preciados del ser humano.
Sobre todo, porque al decir del jurista Triboniano, el objeto del derecho es: “Darle a cada quien lo suyo, no perjudicar a nadie y vivir decentemente.”
Shakespeare refiere en su obra: “Enrique VI, Parte II, Acto IV”, que los aprestos tiránicos de “Jak Cade”, en la denominada Rebelión de Cade, (1450), son aderezados con la consigna de uno de los conjurados (Dick The Butcher) que, para triunfar en sus propósitos sediciosos, expresó: “La primera cosa que haremos es matar a todos los abogados”. En razón de que los abogados –decimos nosotros— por lo general son un obstáculo a los gobiernos absolutistas y violadores de los derechos humanos, y por tal razón, siempre es probable que en esas circunstancias sean perseguidos.
Tad Szulc, en la biografía: “Fidel: un retrato crítico”, retrata al abogado Fidel Castro Ruz, en una interesante faceta permitida, en ese entonces, por la legislación procesal penal de Cuba, referente a la autodefensa realizada en estrados por el mismo Fidel, en el juicio que se le conoció en octubre del año 1953, por el denominado y casi mítico: “Asalto al cuartel Moncada”, del 26 de julio de ese mismo año.
Las consecuencias de ese juicio quedaron inmortalizadas en el célebre discurso político: “La historia me absolverá”, que terminó siendo el fundamento histórico y filosófico de la Revolución Cubana. Pieza discursiva que, independientemente del destino de esa revolución, contiene, aparte de un alto contenido retórico, todos los elementos imprescindibles de defensa de los derechos humanos y políticos, que la han perpetuado hasta este momento.
El personaje del abogado embaucador y mentiroso por demás, aparece representado por el leguleyo que hacía de mandatario reclamante en la novela de Gabriel García Márquez, “El coronel no tiene quien le escriba”, que da noticias falsas, verdaderas patrañas, acerca de los trámites y diligencias que decía estar realizando a favor de la pensión que como veterano de guerra le correspondía al coronel, llenándolo de falsas ilusiones acerca del resultado de diligencias que nunca hizo, y por supuesto, de una pensión que nunca llegó.
Esta característica de algunos rábulas, también de todos los tiempos, ha llevado a que en épocas pretéritas, los abogados fueran desconsiderados y proscritos, bajo el terror de los revolucionarios franceses, por la ley del 3 Brumario de 1793; mas sin embargo, para evitar la anarquía del profesionalismo libre, el Decreto francés de 1810, restableció la abogacía para evitar el imperio de “una horda ávida y crapulosa”.
Las consideraciones utópicas de Santo Tomás Moro, extraordinario abogado y jurista, Canciller de Inglaterra, sobre los abogados, han quedado plasmadas en su celebre “Utopía”, en el capítulo relativo a las Penas y los Castigos, diciendo que los utopianos: “Tienen pocas leyes…consideran como una iniquidad el obligar a los hombres con tantas leyes que no se pueden leer todas.” Y, sigue diciendo: “No admiten que haya abogados, porque quieren que ante los tribunales cada parte exponga su razón, y de esta forma se hable menos…”. De acuerdo con él, todos los utopianos son jurisconsultos que dan una interpretación sincera de las leyes.
Si bien estas formulaciones de Sir Tomás Moro, las podríamos considerar de improbable práctica en este mundo, no menos cierto es, que las mismas constituyen una válida crítica a nuestro sistema de justicia, y a los numerosísimos métodos de interpretación de la ley, aparentemente válidos todos, que le permiten a jueces y abogados, en procura de una determinada hermenéutica jurídica, argumentar dialécticamente en forma alterna y contradictoria, conforme a los intereses que estén representando o juzgando en un momento determinado, ya que la debida argumentación es doctrinalmente considerada como una fuente de derecho.
Aristóteles en su obra clásica: “Retórica”, hace alusión a la hipótesis donde una persona que es evidente y confesamente culpable de la acusación que se le imputa; sin embargo, si presenta las motivaciones que tuvo para cometer el hecho castigable, es posible que si bien eso no baste para cambiar la punibilidad de su conducta contra derecho, también es cierto, que hace propicio que el juez pueda considerar un nuevo ángulo, y situarse en el ámbito de una comprensión que eventualmente podría mitigar la responsabilidad.
Además, refiere el Estagirita en la obra citada, que las preguntas complejas no se responden con respuestas directas e intempestivas, sino que conviene que las mismas sean abordadas con una explicación previa que despeje las posibilidades de una autoincriminación, y de esta forma evita que la persona sujeta a interrogatorio limite las posibilidades de que se acojan a su favor las circunstancias atenuantes que pudieran estar presentes en el caso.
Así como que, resulta muy útil y no pocas veces concluyente y determinante, que al abogado que postula resaltando una animadversión entre las cosas y las personas, y que tiene un discurso lógico y bien estructurado que demuestra lo que quiere demostrar, le vendría muy bien el talante ético, y la forma en que expone sus argumentos, ya que dice Aristóteles que: “casi es el talante personal quien constituye el más firme medio de persuasión.”
La técnica de no negar el hecho cometido, presentando un memorial detallado del crimen y sus circunstancias, aparece en el cuento “El asesino”, de Guy de Maupassant, encarnado en el personaje de un “jovencísimo abogado” debutante, que desde la sinceridad manifiesta de su impecable discurso forense logra exculpar a su cliente de las consecuencias de la grave imputación de asesinato en su contra. Arguyendo una explicación de las causas de la cólera que le indujo la provocación excesiva e inexcusable de la víctima… y que finalmente concluye en una legítima defensa al repeler una agresión injusta perpetrada con unas tijeras ya clavadas en su garganta.
Por último, nada hay más contundente, que una defensa honorable, como la realizada por el Trinitario Francisco del Rosario Sánchez, antes de ser fusilado en la Plaza Pública de San Juan de la Maguana, el 4 de julio de 1861, acompañada de gestos y signos fuertes como el de exculpar a sus compañeros de armas, y declararse él como responsable de todo.
“Magistrado Presidente… sé que todo está escrito. Desde este momento seré yo el abogado de mi propia causa”. Dijo Sánchez.
Tal y como nos lo presenta el ensayista, historiador y gran abogado dominicano, ya fallecido, Américo Moreta Castillo, en su discurso: “Hitos en la vida de Francisco Sánchez, Abogado y Padre de la Patria”.
Amén de sus argumentos impecables que hicieron temblar la licitud del juicio en ocasión a las preguntas formuladas por él acerca de la leyes aplicables al caso, si las de España a las de la República Dominicana, está el talante de su defensa y el honor con que el Patricio, ya herido, asume su destino.
Finalmente pide, antes de recibir la descarga final que, como en un rito iniciático, lo envuelvan en la bandera dominicana. La insignia tricolor, que también de alguna manera consubstanciándose con él compartía su martirio, ya que fue atravesada por los tiros infames. Y así tiroteada… enjugada también, en el patriotismo de su sangre inmortal.
Lo que nunca imaginaron sus verdugos es, que la verdadera defensa de la Soberanía Nacional frente al oprobio de la Anexión a España, realizada por este extraordinario abogado, estaba en el hecho cierto de que su martirio abonaba el terreno para que pocos años después se restaurara la República Dominicana, más inmortal y fuerte que nunca… y por siempre jamás.