No pocos dijeron, en público y privado, que el nombramiento de Faride Raful al frente del Ministerio de Interior y Policía tenía el propósito de ‘quemarla’, le atribuían carecer del ‘temple’ para un cargo de esa responsabilidad, que le quedaba ‘grande’ y que sería un ‘fracaso estrepitoso’.
Apenas cien días en el cargo han contradicho esas apreciaciones.
Conozco a Faride desde chiquita -por así decirlo- y por tanto lo que escribo aquí tiene el sesgo de la amistad, la familiaridad, el respeto. Lo confieso.
El balance desmonta el mito y hablan por sí solos, aunque algunos pretendan ignorarlo, por razones obvias: encabezar, junto al presidente Abinader, la continuación del proceso de reforma a la Policía -desmantelamiento, incluido, de banda de oficiales y agentes que robaba municiones y armas de la intendencia de la Institución-; las políticas contra la violencia y el crimen, reducción de la tasa de criminalidad incluida; las acciones contra las bandas de traficantes de indocumentados desde Haití; la imposición del respeto a los horarios de operación de centros nocturnos, ruidos y violencia incluidos. No extraña, entonces, que las críticas a Faride hayan girado de la pretendida ‘incompetencia’, a que tiene una escolta demasiado grande. El ejercicio responsable del cargo de Ministro de Interior -tercero en el organigrama gubernamental- reporta muchos peligros personales pues se pisan callos, por lo que el (a) incumbente debe ser rodeado (a) de la seguridad que sea necesaria. Eso lo trae el puesto, no impuesto por el incumbente, que en el caso de Faride, me atrevo a asegurar, le causa más dolor de cabeza que satisfacción, porque ese no es su temperamento, su forma de ser, de actuar, de vivir.