La última encuesta a nivel latinoamericano que midió la popularidad y aceptación de los presidentes de la región muestra que ninguno compite con Nayib Bukele, aplaudido por el 90 por ciento de salvadoreños, un fenómeno sin precedentes desde que las dictaduras militares fueron desapareciendo una a una en América Latina en las postrimerías del siglo XX.
Escuchar los discursos de Bukele es oír una pieza oratoria en contra del caduco y corrupto sistema político que se ha ido construyendo y replicando en la mayoría de los países latinoamericanos. ¿Cómo no estar de acuerdo con alguien que cumple lo que promete, arremete contra pandilleros que agobian con violencia a la sociedad y mejora las condiciones de salud y educación, entre otras cosas?
Bukele es un fenómeno de la política. Desde su campaña electoral se presentó como alguien “antisistema”, pero pasó de las palabras a las acciones, algo que es poco común en muchos de los políticos que olvidan sus promesas de campaña cuando asumen el poder. Este joven gobernante puso manos a la obra y desde 2019 no ha dejado de sorprender a propios y extraños. Como periodista, entiendo la reacción de un pueblo cansado de la corrupción de los gobernantes de Arena y el FMLN. Comprendo también que la proliferación de las maras o pandillas tenía de rodillas a la población y su agresiva ofensiva de “pandillero visto, pandillero preso”, le elevó a niveles superlativos de aceptación ciudadana.
Con todos esos resultados positivos, ¿cómo no estar a favor de un presidente eficiente que hace lo que promete? No sólo son los resultados, sino la comparación entre él y sus antecesores.
“… Pero”. Esa palabra que se utiliza muchas veces para señalar que, aunque hay algo o mucho de positi-vo, aparece un “pelo en la sopa”. Sí, nadie puede negar lo que es evidente. Nadie puede decir que Bukele ha sido un mal presidente. Incluso hay cierto grado de justificación en su autoritarismo, y así piensa la población. Se prefiere a alguien de mano dura pero que hace cosas buenas, que a un corrupto que promete y no hace nada por mejorar las condiciones del país.
Y el “pelo en la sopa” llegó hace ya algún tiempo, cuando Bukele mismo movió las piezas de la justicia para recibir un beneficio personal que –y esto es grave–, pasaba por encima de la Constitución, con el fin de allanar su camino hacia una reelección que parece tener más que asegurada con el grado de popularidad que mantiene.
Si se le pregunta a un salvadoreño que piensa sobre el impedimento constitucional para la reelección continua –sí puede haber reelección en El Salvador después de un período–, seguramente dirá que no importa en el caso de Bukele, pues existe una demanda popular para que se presente como candidato presidencial en febrero de 2024. Esto que para muchos en el pequeño país centroamericano es bueno, en realidad se podría convertir en un problema y marca un antecedente negativo, porque no se está respetando la normal constitucional.
Irrespetar la Constitución en nombre de la “legalidad” y manipular las instancias para seguir en el poder, es una muestra de autoritarismo desmedido. Bukele ya tiene todo el poder en su país. No hay que olvidar que cuando un gobernante controla todos los poderes del Estado, estamos ante una dictadura, sin importar si se trata de izquierda o derecha radicales.
Lo que muchas constituciones latinoamericanas pretenden al prohibir o limitar la reelección de los presidentes es, precisamente, el surgimiento de regímenes dictatoriales y el debilitamiento de los principios democráticos, ese mismo debilitamiento que causan los gobiernos corruptos o mediocres.
La concentración de poder nunca resulta en nada bueno, por más que por momentos las apariencias y resultados hagan pensar lo contrario. No está de más recordar las palabras de Lord Acton, quien sabiamente dijo allá por el siglo XIX lo siguiente: “El poder tiende a corromper, y el poder absoluto corrompe absolutamente”
(Periodista, expresidente de la Sociedad Interamericana de Prensa)