Estamos asistiendo, no sólo como espectadores sino como protagonistas, a la dinámica espectacular que se advierte en la mayor parte de las relaciones sociales de nuestra época.
Hemos observado, no sin asombro, como en los últimos años han surgido una profusión de libros enfocados en la vida del hombre en una época espectacular. Estos textos, como La Sociedad del Espectáculo, de Guy Debord; L`etat Spectacle, de Schwartzenberg, y La Civilización del Espectáculo, de Vargas Llosa, revelan una realidad incuestionable sobre las características de la sociedad, el Estado y la cultura contemporánea, y presentan, desde ópticas relativamente diferentes, una nueva forma de visualizar el mundo, de juzgarlo y reaccionar ante él con las actitudes propias de este modelo sociocultural, psicológico, comunicacional y político. En fin, han recogido, integrado y proyectado las tonalidades histriónicas más inverosímiles asumidas por los actores sociales en sus representaciones espectaculares.
Estas obras reflejan un cosmos impactante, pasional, divertido, manipulado y pleno de fingidas emociones. Nos hablan de un mundo de extrapolaciones e identificaciones caprichosas, generalizaciones atrevidas, extrañas personificaciones, juegos vivenciales, realidades paralelas o ficcionales y, sobre todo, de imágenes y discursos que lindan en lo fantástico cuando no en lo delirante. Espacio mágico donde las analogías y las metáforas engañosas se deslizan sorpresivamente como proposiciones cautivantes. Más aún, donde los conceptos cinematográficos, televisivos, artísticos, mercadológicos y deportivos sirven para expresar relatos, explicaciones y las puestas en escena de la mayor parte de sus simulacros, contenidos y pseudos acontecimientos.
El carácter general de estos fenómenos recogidos y presentados por estas obras, nos llevan a pensar que estamos asistiendo, no sólo como espectadores, sino como protagonistas, a la dinámica espectacular que se advierte en la mayor parte de las relaciones sociales de nuestra época. No nos sorprende, entonces, la proliferación de imágenes y narrativas destinadas a comercializar a las personas como simples mercancías. Ni mucho menos la producción de espectáculos sobre la tragedia humana como insumos de las grandes empresas del entretenimiento y del poder político. En efecto, nada escapa a este mundo aparentemente absurdo. Ni la construcción de simplicidades, de frivolidades y trivialidades como categorías espectaculares. Ni mucho menos las exageraciones caricaturescas de cualquier espacio de la realidad, como tampoco el semillero de postverdades esparcidas por doquier para que sean creídas y vividas como realidades.
A algunas de estas manifestaciones la hemos denominado como efecto espectacular – no espectador –. Fenómeno caracterizado por la inclinación de quienes presencian un accidente trágico a visualizarlo como si fuera una puesta en escena, una imagen deshumanizada, un espectáculo. Y es así como los observadores de estos eventos han devenido en seres fríos y distantes de las calamidades humanas. Por eso, no tratan de socorrer a los que sufren las consecuencias del accidente, sino a contemplarlos como si fueran parte de un divertimento ficcional, no real. Así sucede, reiteramos, porque visualizan el mundo como un escenario impresionante donde todos se auto perciben y perciben a los demás como cosas ficcionales.
Esto último no quiere decir que no haya una representación de la realidad. Si la hay, pero vivenciada como si no estuviera constituida por seres humanos. Para ellos sólo funciona como una representación descarnada, como existencias congeladas. Por eso tienden, como cualquier turista ante algún monumento de la ciudad visitada, a fotografiarlo, filmarlo para mostrar su supuesto interés por la cultura histórica. Lo mismo sucede con el hecho trágico. En este caso, sin embargo, su interés reside en exhibir que estaban presentes cuando ocurrió la tragedia o que fueron los primeros en divulgarla.
Si vivimos sumergidos en una sociedad, cultura, Estado o civilización espectacular, tal como los presentan los textos mencionados, no nos debería sorprender la emergencia de un sujeto social con actitudes y valores de la cultura en que ha sido socializado. Por esa razón, lo hemos concebido como una especie de homo espectacular. Seres sin empatía espontánea, manipuladores, mentirosos, triviales, ligeros, vanidosos, ambiciosos, divertidos, representacionales, narcisistas y amantes de la imagen y del poder. Tiene que ser de esa manera, pues de no aceptarse la relación entre individuo y sociedad, estaríamos pensando en un ser reducido a lo biológico y no en un sujeto con componentes psicosociales, es decir, en personas que comparten una misma cultura y, por consecuencia ciertas pautas comportamentales, valores, ideas y determinados rasgos de personalidad.
En consecuencia, cuando hablamos del homo espectacular no nos estamos refiriendo a quienes exhiben conductas espectaculares aisladas con efectos coyunturales eventuales. Tampoco a representaciones sin vínculos con los modelos actitudinales prevalecientes en la vida social. Más que a esas características, unas episódicas y otras muy específicas, nosotros nos enfocamos en aquellos rasgos conformantes de determinado tipo de personalidad que permiten sintonizar, de manera efectiva, el espíritu de la época con la finalidad de lograr éxitos, popularidad, poder, posicionamiento político y reconocimiento social.
El tipo espectacular no se identifica, pues, con quienes ocasionalmente despliegan acciones impactantes, sino con quienes tienen un vivir espectacular. Es decir, con el que siente, juzga, valora y se comporta espectacularmente en sus relaciones con los demás, ya sea para agradar, evadir o agredir festivamente. Igualmente, con los que actúan para impresionar, sorprender, desplazar o enfrentar un oponente, algún amigo, familiar y a cualquier persona que le interese impactar a fin de lograr su aquiescencia o dominio. Pero también para alcanzar notoriedad pública, posiciones de poder o para eliminar contendores molestosos en la carrera por el éxito. De manera más específica, denominamos como homo espectacular al sujeto social que habitualmente exhibe esas actitudes por haberlas adquiridos en una cultura o sociedad donde impera el espectáculo, el narcisismo, la apariencia, la realpolitik, la urgencia por el éxito, la postverdad y la representación.