Pasar del boato de una fiesta de ricos o de las espléndidas recepciones diplomáticas a un callejón oscuro de cualquier barrio caliente de la capital a reportar un asesinato, no era nada inusual para los reporteros de mi tiempo.
De hecho, muchas veces hacía rondas nocturnas por los hospitales de Santo Domingo, junto al colega de la competencia , Antolín Montás, de El Caribe, para buscar novedades.
Hablo de los años 1968-1969, una época en la que la represión de los revolucionarios izquierdistas, todavía con las ganas de luchar como lo hicieron en la guerra de abril de 1965, era endémica en todo el país.
Muchas veces, en mi turno de la noche, tuve que cambiar de escenario para poder buscar noticias de sucesos, aunque estuviese con la vestimenta propia de los invitados a una boda pomposa o una celebración de la “alta sociedad”, dejándolas por la mitad.
En una de esas noches, la del 20 de febrero de 1969, el episodio ameritaba una cobertura urgente.
Un joven de brillante hoja estudiantil, militante del Movimiento Popular Dominicano, tenido por los servicios secretos como un agitador revolucionario, cayó abatido en el interior de la escuela Colombia, del ensanche Luperón, tras una emboscada policial.
Se dijo que estaba en una reunión conspirativa junto al legendario líder de ese movimiento, Maximiliano Gómez, El Moreno, buscado como aguja por los servicios de inteligencia del régimen.
Tras la balacera, el cadáver del joven Flavio Suero, de 23 años, fue llevado al hospital más cercano, el Doctor Moscoso Puello, a cuya sala de emergencia pudimos entrar Antolín y yo, que éramos conocidos por médicos y enfermeras gracias a nuestras frecuentes rondas hospitalarias.
Recuerdo que el médico de turno, en ese momento sin sus enfermeros auxiliares, me pidió que lo ayudara a extraer uno de los dos proyectiles del estómago de Flavio, usando para ello una navaja de afeitar, evidentemente oxidada, a fin de abrir más el orificio.
El olor a sangre y alcohol, que fácilmente me desvanece, impregnaba la sala. Y sin nunca haber manipulado un cadáver en esas condiciones, no tuve más remedio que rajar la zona y presionar su abertura para que el médico extrajera el plomo fatal.
Estos son los imponderables que pueden ocurrir, inesperadamente, en el trabajo de un reportero de sucesos, donde las circunstancias obligan a dejar de lado por un momento su rol natural, para actuar de repente como si fuera un médico legista o forense del hospital, lo que fue mi caso.
Una vez cumplida esta asistencia, Antolín y yo nos regresamos a nuestras respectivas redacciones. Pero al redactar la nota no teníamos idea de quién era el occiso. Y nos limitamos a describirlo, como nos habían dicho en el lugar de la emboscada: un militante revolucionario. Y nada más.
Con el tiempo, supimos quién era.
En honor a su sacrificio revolucionario, el nombre de Flavio Suero fue dado a uno de los más importantes grupos estudiantiles de la Universidad Autónoma de Santo Domingo y los liceos del país, y a una via del ensanche Luperón, conocida antes como la calle 16, en la misma zona en la que fue abatido.
The projectile that killed Flavio Suero
Going from the pageantry of a rich party or splendid diplomatic receptions to a dark alley in any hot neighborhood in the capital to report a murder was not unusual for reporters of my time.
In fact, many times he made nightly rounds through the hospitals of Santo Domingo, together with his colleague from the competition, Antolín Montás, from El Caribe, to look for news.
I’m talking about the years 1968-1969, a time when the repression of leftist revolutionaries, still wanting to fight as they did in the April 1965 war, was endemic throughout the country.
Many times, on my night shift, I had to change the scene to be able to look for news of events, even if I was in the typical clothing of the guests at a pompous wedding or a «high society» celebration, leaving them in half.
On one of those nights, February 20, 1969, the episode required urgent coverage.
A young man with a brilliant student record, a militant of the Movimiento Popular Dominicano, considered by the secret services to be a revolutionary agitator, was shot dead inside the Colombia school, in the Luperón expansion, after a police ambush.
It was said that he was in a conspiracy meeting with the legendary leader of that movement, Maximiliano Gómez, El Moreno, wanted as a needle by the regime’s intelligence services.
After the shooting, the body of young Flavio Suero, 23, was taken to the nearest hospital, Doctor Moscoso Puello, whose emergency room Antolín and I were able to enter, who were known by doctors and nurses thanks to our frequent rounds. hospitable.
I remember that the doctor on duty, at that moment without his auxiliary nurses, asked me to help him extract one of the two projectiles from Flavio’s stomach, using an obviously rusty razor to further open the hole.
The smell of blood and alcohol, which easily puts me off, permeated the room. And without ever having handled a corpse in these conditions, I had no choice but to slit the area and press its opening for the doctor to extract the fatal lead.
These are the imponderables that can occur, unexpectedly, in the work of a crime reporter, where circumstances force them to put aside their natural role for a moment, to suddenly act as if they were a forensic or forensic doctor at the hospital, what which was my case.
Once this assistance was completed, Antolín and I returned to our respective newsrooms. But when writing the note we had no idea who the deceased was. And we limited ourselves to describing him, as they had told us at the scene of the ambush: a revolutionary militant. And nothing more.
Over time, we found out who he was.
In honor of his revolutionary sacrifice, the name Flavio Suero was given to one of the most important student groups of the Autonomous University of Santo Domingo and the country’s high schools, and to a street in the Luperón expansion, formerly known as 16th Street in the same area where he was killed.