El pasado diez de diciembre se cumplió un año más de una carta de renuncia que sirviera para apartarme de las tórridas funciones de Miembro de la Comisión para Recuperación de Tierras del Estado Dominicano.
Han transcurrido 50 años y no me abandona el convencimiento de que aquella actitud fue muy significativa; la tengo en cuenta por lo que ocurrió luego en la amistad que existiera entre Joaquín Balaguer y yo; parecía separarnos por mi inconformidad con la velocidad y calidad del Programa Social Agrario, en el cual participé durante 19 meses nada más.
Amigo, más que funcionario, de aquel brillante gobernante, y eso bastó para que sus adversarios reputaran la salida como un signo de fracaso; era totalmente incierto, pues la aplicación de sus leyes había atribuido mucha justicia social; lo que ocurría era que la prudente sabiduría de aquel maestro del Poder sofrenaba los ímpetus para cuidar al Programa de la sorda y dura resistencia que habían logrado estamentos peligrosos en connivencia delicada con sectores del propio gobierno.
La vehemencia no permitió que lo advirtiera y suscité el desencuentro; desde luego, muy peculiar, porque no había encono ni reproches hirientes; simplemente una renuncia sana que fuera recibida de tal modo que, cuando se quiso tejer intrigas sobre su causa, el estadista expresó: “Él es exactamente como su padre de apasionado, pero es mi amigo y le agradezco sus limpios servicios”.
Meses después, al llegar las elecciones del año ´74, éstas fueron muy traumáticas. Hubo abstención casi unánime de la oposición, violencias innegables, particularmente del cuadro militar más endurecido. Escribí un artículo en la Revista Ahora, bajo el título de “El Ocaso de las Instituciones, peligroso camino”, para mostrar desaprobación.
Ahí se enojó el amigo, según supe, porque lo recibía como un desconocimiento directo a sus empeños, de los cuales yo fuera un defensor a ultranza desde los años muy difíciles de las dos transiciones: la del año ´61 y la del año ´66.
Entró, entonces, la amistad enfriada por la cuestión social agraria a ser considerada como irremisiblemente perdida. Así pareció ser hasta el año ´76.
Un día de éste, me llamó el buen amigo Manuel Pitaluga Nivar y me dijo: “Mira, mañana se va a poner en circulación una obra en el Palacio Nacional titulada “Al cabo de los 100 años”, de don Rafael Augusto Sánchez, cuyo prólogo lo hizo el Presidente Balaguer y me indicó la conveniencia de invitarte; ésto, porque según vi tiene elogios importantes para ti”.
Consideré que era un gesto de buena voluntad que buscaba restablecer la amistad de siempre. Fui al acto y se normalizaron las relaciones.
Balaguer no dijo aquello como una lisonja vacía y maliciosa; creo que realmente él creyó siempre en mi amistad.ARCHIVO/LD
Ahora bien, debo transcribir el primer párrafo del prólogo, que es lo que me concierne:
“Rafael Augusto Sánchez, ante todo, un jurista eminente. El foro nacional ha tenido pocas figuras de tanta relevancia y de cualidades tan sobresalientes como la suya. El hecho de haber sido un artista de la palabra, un escritor de estilo pulquérrimo y de locución elegantemente irreprochable, le permitió hacer de sus intervenciones ante los tribunales verdaderas piezas oratorias. Quizás sólo Félix Servio Ducoudray, dentro de su generación, y Jacinto R. de Castro, en la anterior promoción universitaria, le igualaron en el don de la exposición fácil y en la precisión doctrinaria. En las generaciones posteriores a la suya, sólo dos juristas dominicanos han rivalizado con él en la fuerza del pensamiento y en la originalidad de sus enfoques geniales: Manuel Arturo Peña Batlle y Marino Vinicio Castillo. El primero, desaparecido a destiempo, y el último, en la plenitud actualmente de su ascenso como figura estelar de la tribuna forense dominicana.”
Quedé perplejo al leerlo, pues me abrumó el elogio. Esto, porque Manuel Arturo Peña Batlle, era un eminentísimo profesor de Derecho Internacional Público del cual yo fuera alumno, así como autor de obras importantes y de servicios eminentes en el campo de las Relaciones Exteriores de la República. Un pensador neto.
Tiempo después, durante la crisis electoral del año ´78, de viva cercanía entre nosotros, me atreví a comentarle esas cosas. Se sonrió y me dijo: “Cometí un error al omitir a otro gigante de la palabra en la tribuna penal, Angel María Soler, pero no es de tu generación. Yo le respondí: Oí decir que la única vez que usted subió a la tribuna penal fue en el famoso Caso Read. Se sonrió y me respondió con un gesto amable de aprobación.
Me advirtió, desde luego, que no hubo ninguna intención insana, cuando yo le dije que “un elogio inmerecido puede guardar una burla encubierta”, como dijera algún notable de las letras, y me respondió: “No, no, tú eres merecedor de eso y de más encomio por tu fervor defensivo.” Estábamos en plenas impugnaciones electorales, claro está.
Esas cosas, al recordarlas en este tiempo, me producen emociones singulares, dado que son momentos de mucha confusión y de una rara turbidez de los afectos.
Balaguer no dijo aquello como una lisonja vacía y maliciosa; creo que realmente él creyó siempre en mi amistad y valoró mi desprendimiento al servirle al país mediante su defensa, en momentos muy oscuros donde no se advertía todavía el alcance de sus misiones.
El tiempo, al pasar, es el gran ordenador de las incomprensiones y los alejamientos que el furor de las luchas ensombrecieron.
Esta Reminiscencia la siento como una prueba de aquella amistad, especialmente sincera. Así lo creo.