Era un joven aguerrido. Tenía unos veinte años cuando nos hicimos amigos poco tiempo antes de que estallara la revolución del 24 de abril de 1965.
Visitaba frecuentemente un apartamento contiguo al nuestro, en la calle Arzobispo Nouel, de Ciudad Nueva, escoltando a su jefe , el coronel Manuel Ramón Montes Arache, comandante de la unidad elite de los “hombres rana” de la Marina.
A veces iba solo, vistiendo siempre de negro, el uniforme distintivo de los “hombres-rana”, cuando terminaba su día en la base militar y sacaba tiempo para conquistar el amor de una joven vecina.
Al estallar la insurrección, el grupo elite al que pertenecía se unió a las fuerzas populares que habían derrocado al Triunvirato gobernante y que reclamaron, con las armas, la restitución del presidente Juan Bosch, echado del poder dos años antes.
Fue un audaz combatiente contra las tropas regulares y contra las fuerzas interventoras de Estados Unidos y otros países, despachadas a Santo Domingo para sofocar la incipiente rebelión.
Meses después, cuando se produjo el acuerdo de paz para poner fin a los combates, el expresidente Bosch retornó de su forzado destierro e intentó recuperar el poder en las elecciones organizadas en 1966, compitiendo con Joaquín Balaguer, que también había regresado del exilio.
Desde entonces, el aguerrido “hombre-rana” de esta historia, Aníbal López, entró al circulo de protección y seguridad de Bosch, por quien se jugó la vida en muchos episodios y escaramuzas cruentas al lado del líder de la revolución, el coronel Francisco Caamaño Deñó.
Tras perder las elecciones de 1966, Bosch marchó de nuevo al exilio en Benidorm, España, mientras Aníbal López se enrolaba en academias de entrenamiento político-militar en China y otros países comunistas.
Al retornar de nuevo al país el 16 de abril de 1970, para competir otra vez con Balaguer en las elecciones de ese año, una impresionante multitud le dio la bienvenida a Bosch en el aeropuerto.
El Listín Diario me asignó, como reportero, la cobertura de la llegada y nuestro vehículo era de los primeros que seguía de cerca el auto del expresidente.
En un momento dado, la caravana detuvo la marcha en la autopista de Las Américas y se produjo un raro y relampagueante escarceo del equipo de seguridad de Bosch, que duró unos minutos.
Al ponerse de nuevo en marcha la comitiva y disponerse a entrar en la capital, un vehículo se salió misteriosamente de ruta para tomar otra dirección, en solitario.
Al percatarme de que en la parte trasera iba un hombre recostado sobre el vidrio del auto y que este era mi amigo Aníbal López, le ordené al chofer de nuestro vehículo que lo siguiera y se olvidara del resto de la caravana mayor.
Al parecer, con esta estratagema la seguridad de Bosch estaba esquivando la posibilidad de una emboscada siniestra contra su líder.
De ese modo, ambos vehículos llegamos a una casa de la avenida Independencia, casi frente a la sede de la Cancillería, y para nada me sorprendió que de él se desmontara su principal ocupante: el profesor Juan Bosch.
Al verme, Aníbal López me abrazó y me hizo entrar con Bosch a la casa. Y gracias a esta perspicacia periodística, tuve el privilegio de sentarme con don Juan a tomar agua fría y café y hacerle una entrevista exclusiva.
Cuando iba por la quinta pregunta, Bosch se detuvo y me dio un amable regaño:
-Pero muchacho, no seas tan agallú. Deja que lleguen tus otros compañeros y entonces hacemos la rueda de prensa.
(Quise recordar esta historia porque, hace una semana mi amigo Aníbal, el último de los valientes y combativos “hombres-rana”, rindió su última batalla contra la muerte y se fue a guerrear a otras galaxias. Descansa en paz, querido amigo).