Tenemos una maraña de instituciones y programas atomizados de protección social: Aprende, Avanza, Aliméntate, Bono Luz, Bono Gas, Micronutrientes, Bono Navideño, Bono Familia, Bono de Emergencia, Empléate o Emprende, Familia Feliz, Identifícate, Cuidados, Supérate, Mujer, Acompañamiento Sociofamiliar, Bono a Mil. La sensación es que hay más programas que objetivos.
De manera general es posible reconocer dos posiciones respecto a las transferencias monetarias como componentes de la política social: I) La que tiene como objetivo minimizarlas, porque considera que “lo importante es enseñar a pescar y no regalar el pescado”; y II) la que sostiene que es un derecho de los grupos vulnerables de la población recibir transferencias monetarias no condicionadas.
El programa con el que el PRM ascendió al poder en 2020 parecía recostarse sobre la primera de las dos posiciones, pues sostenía: “La forma más efectiva para reducir la pobreza es tener un empleo que genere un ingreso para vivir dignamente” y, en consecuencia, se fijaba como “objetivo principal” la disminución de la desocupación al crear empleos formales, es decir, “revertir la informalidad”.
En consecuencia, se circunscribía la protección social a “las poblaciones que están desempleadas, en extrema pobreza, las poblaciones con alguna discapacidad, los adultos mayores y los que padecen enfermedades catastróficas”.
Cuatro años después, parece claro que el objetivo de reducir la desocupación a través del aumento de empleos formales no se ha logrado. En efecto, la tasa de desocupación en 2022-2024 fue muy similar a la de 2017-2019, en el entorno del 5.5%, y la ocupación informal se ha mantenido por encima de 56%, estructuralmente inmodificable.
Es decir que “el perverso dinamismo” del mercado laboral dominicano ha permanecido inalterado: la desocupación no es un problema grave, pero sí lo es la informalidad. El crecimiento de la ocupación absorbe el crecimiento de la fuerza de trabajo (la población económicamente activa, PEA), pero el sector privado formal solo emplea aproximadamente 1 de cada 2 trabajadores que se incorpora; el otro va al sector informal o al sector público.
En la última década la PEA creció en 842,100 personas y la ocupación en 897,300 empleos (1er semestre de 2024 vs 1er semestre de 2015). Es decir, el mercado laboral fue capaz de absorber el crecimiento de la fuerza de trabajo, pero la tasa de informalidad es estructuralmente la misma.
Al igual que la promesa incumplida de “revertir la informalidad”, tampoco se ha alcanzado la meta de limitar las transferencias monetarias a grupos vulnerables claramente identificados, “mientras la economía crea empleos dignos”. Reflexionemos.
Las transferencias monetarias, aun cuando han sido bien diseñadas e implementadas, han tenido un éxito relativo en América Latina. Por un lado, sufren la maldición de Sísifo: sacan de la pobreza a sectores vulnerables, pero éstos vuelven a caer apenas el crecimiento económico se resiente. En la región, la pobreza es dura y la movilidad ascendente es frágil.
Por otro lado, no han sido exitosas en la formación de capital humano. En los últimos cuatro años, a pesar de los esfuerzos con el relanzamiento del programa Supérate, las transferencias siguen teniendo un impacto limitado y continúa la dispersión institucional.
En primer lugar, lo recomendable es contar con pocos -y potentes- programas de transferencias condicionadas. Aquí, por el contrario, es difícil no perderse en la maraña de instituciones y programas atomizados de protección social: Aprende, Avanza, Aliméntate, Bono Luz, Bono Gas, Micronutrientes, Bono navideño, Bono familia acompañada, Bono de emergencia, Empléate o Emprende, Familia Feliz, Identifícate, Cuidados, Supérate mujer, Acompañamiento sociofamiliar, Bono a mil. La sensación es que hay más programas que objetivos.
En segundo lugar, los beneficiarios deben estar claramente definidos y asegurar una correcta focalización, es decir, que estén todos los que son y sean todos los que están. El caso de personas de altos ingresos que aparecieron en las listas de beneficiarios del Bono Navideño, que ya había sucedido en ocasiones anteriores, es grave.
Pero más grave aún es el caso invisible de aquellos que, debiendo estar en la lista de beneficiarios, muy probablemente no estén. Esto se debe al no uso de manera obligatoria del Sistema ¿Único? de Beneficiarios (Siuben) y la no actualización de los datos de los beneficiarios al menos cada dos años.
Finalmente, la implementación adecuada de esta protección social es a través de transferencias electrónicas realizadas directamente a los beneficiarios, sin la mediación clientelar de políticos oportunistas, más aun en tiempo de creciente digitalización con la consiguiente externalidad de la inclusión financiera de los beneficiarios. Es público y notorio que también en este punto se ha actuado con descuido y algo de soberbia.
El gasto público en “asistencia social”, es de aproximadamente 1% del PIB, una cuarta parte del presupuesto en educación, más de la mitad del gasto público en salud y aproximadamente la mitad del monto de inversión pública. Y esto sin contar el subsidio generalizado a los combustibles -la mitad del cual beneficia al 20% de más altos ingresos- ni el subsidio generalizado a la tarifa eléctrica, que también contribuyen a la “paz social”, un término triste porque implícitamente admite que el país es un polvorín que puede estallar si se quitan estas transferencias y subsidios.
Por tanto, el Gobierno debería ser más profesional en el manejo de los programas de “protección social” en vez de continuar alimentando la desconfianza de la población en la clase política, desconfianza que se ha llevado de encuentro tres intentos de reforma tributaria en este cuatrienio.