Cuando mi padre ingresó a las filas del Ejército por mandato del dictador Rafael L.Trujillo Molina, terminaba el primer lustro de un régimen que se perpetuó por 31 años sembrando miedo, sangre y dolor desde su origen en una sociedad aldeana y pobre, integrada por el 82 % de la población rural y 18 % urbana.
En el primer censo hecho por la dictadura en el año 1935, República Dominicana tenía 1 millón 479 mil 417 habitantes, con un 80 por ciento de dominicanos sumidos en las tinieblas del analfabetismo. El país contaba con tres carreteras troncales y dos ferrocarriles en la región más poblada: el Cibao.
Después de la salida de las tropas norteamericanas, 1924, las condiciones estaban creadas para que en medio de esa pobreza material y un nivel educativo paupérrimo, asumiera el poder un régimen autoritario. Y así sucedió, porque era el tiempo en que los perros se amarraban con longanizas.
Un joven campesino como mi padre, en cuyo paraje no había escuelas diez kilómetros a la redonda, la máxima aspiración de la juventud era ingresar al Ejército, lo que él hizo en el año 1936, a la edad de 17 años.
Mi padre, Thomás de la Rosa Bautista, decía a sus progenitores que su aspiración no era ser agricultor. Quería alistarse en el ejército de Trujillo, a quien por casualidad dejó el mensaje en una de las tantas fincas que tenía el tirano en su natal San Cristóbal, donde papá nació.
No habló directamente con él, pero su aspiración de ser guardia la comentó a un militar de custodia en una de esas fincas. El mensaje le llegó al «jefe».
Papito Pimentel recibió instrucciones de Trujillo de alistarlo de inmediato, sin saber mi padre si tenía vocación de servir a una institución militar hecha por las tropas americanas, corral del ególatra del Caribe.
Después de estar años de servicio en la provincia Juan Sánchez Ramírez, donde conoció a mi madre, papá es trasladado a la Artillería, ubicada entonces en los terrenos donde estuvo el desaparecido campus uno de la Universidad Pedro Henríquez Ureña (UNPHU).
Su nobleza y honestidad, propias del campesino dominicano, no eran cualidades para involucrarse en los crímenes y abusos del régimen.
Nos contó que estando de servicio en la Fortaleza Ozama, en la Zona Colonial, donde solían llevar a presos políticos, entabló una comunicación inusual con uno de esos presos, a quien acostumbró a llevarle cigarrillos en secreto y, de cuando en vez, algunos privilegios que otros reclusos no tenían.
Cada noche, algunos de esos presos eran sacados en un vehículo de los denominados «cepillos» que pertenecían al Servicio Militar de Inteligencia (SIM), pero no regresaban.
Un día, cuando en la ciudad de Santo Domingo caía uno de esos aguaceros memorables, entra una llamada de los agentes del servicio secreto de Trujillo para decirle a mi padre, que estaba de guardia, que al día siguiente tenía que sacar de la fortaleza al joven político preso y desaparecerlo.
Devoto de la virgen de La Altagracia, mi padre se pasó las 24 horas siguientes orando para que Tatica le evitara cumplir aquella orden. El viejo no tuvo tranquilidad jamás. Tener que dispararle con su fusil fal a un muchacho joven, y aunque no lo conocía tenía una conexión de afectos con el preso.
Llegado el momento, mi padre se sorprendió cuando el coronel le mandó a llamar. Los pensamientos se amontonaron en su cabeza.
-¡De la Rosa, hágame el favor; esta noche está libre, venga mañana que el servicio se asignará a otro guardia!. Se puede retirar, dijo el coronel. El regocijo de papá se leía en los ojos al terminar de contar esa historia, que nos la repetía sin mayor recompensa que su nobleza, la que siempre le acompañó en todos sus actos.
El día posterior a su descanso, papá fue a la celda. Se percató que al preso lo habían desaparecido.