Santo Domingo, República Dominicana, miércoles 30 de octubre, 2024

Saber envejecer

¿Es tan cierto que saber envejecer es la obra maestra de la cordura como proclama Henri-Frédéric Amiel en su Diario íntimo? Si no lo es, al menos la vejez no la ancianidad, transmuta el paso de la vida temporal por la mirada fija en el cielo.

Una de las palabras con mayor sabiduría pronunciadas sobre el envejecimiento, fueron aquellas que el gran predicador dominico Jean Baptiste Henri Dominique Lacordaire, el más grande orador de púlpito del siglo XIX matizara con su proverbial autoridad, y gestos llenos de vigor desde la catedra de Notre–Dame, que impresionaba a los corazones más endurecidos.

Vale la pena parafrasear sus palabras que elegía en el fragor de su encendido verbo sobre la marcha de sus grandes líneas que desbordaba su pensamiento, y sobre hechos inspirados por la presencia del público o por “alguna repentina emoción que le asaltaba”.

Lacordaire, como siempre, con su “voz suave al principio, que crecía gradualmente en volumen”, argumentaba con aptitud persuasiva de perfecto predicador: “A medida que envejecemos, lo terrenal se desvanece en nosotros y lo espiritual se acentúa; y entonces se advierte la belleza de las palabras de Luc de Clapiers, que más pronto o más tarde no nos queda más deleite que el de las almas. Siempre podemos amar y ser amados; por tanto, la vejez, que debilita el cuerpo, rejuvenece el alma cuando no está corrompida y como inconsciente de sí misma, por eso, el instante de la muerte es el de la floración de nuestro espíritu”.

 

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