Si fue mucho o poco, no importa. Si fue tal o cual, o todos, no importa. Si antes se hacía, no importa. La comisión de un delito es pecaminoso no porque sea mayor o menor la cuantía. Es el hecho. Lo pasado debe ser un marco de referencia, nunca razón para justificar lo ilegal, lo mal hecho hoy. Me refiero a las denuncias de compra de cédulas, entre otras ‘bellaquerías’ que los organismos de observadores, nacionales e internacionales, registraron bajo la responsabilidad de los principales actores que compitieron en las elecciones del 18 de febrero. Una penosa práctica que se ha popularizado al extremo que hay grupos que se exponen en las inmediaciones de colegios electorales listos a ‘venderse’ a los ‘compra-cédulas’ y/o ‘compra-votos’, que pagan alrededor de mil pesos y par de ‘jumbos’. Porque si hay quien compra la cédula o el voto, es porque hay quien lo oferta, quien lo vende. Peor aún. Los observadores denunciantes le dan ‘de lado’ al significado de la práctica para el proceso democrático, justificando que no representó ningún cambio en el resultado final de las votaciones. Justificar este hecho como una ‘característica’ de las elecciones nacionales es una barbaridad, una desfachatez, en la que todos participan, y no niegan. El oficialismo calla, regocijado por el triunfo, mientras la oposición llora su derrota, aduciendo que la compra de cédulas y votos les perjudicó cuantitativa y porcentualmente. La Junta Central Electoral se ha limitado a informar que ‘tomará medidas’. Penoso escenario y panorama hacia mayo. Si eso ocurrió en las municipales, es válido preguntarse ¿qué esperar, entonces, en las presidenciales-congresuales?
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