Santo Domingo, República Dominicana, jueves 18 de abril, 2024

¡Cállese la boca!

Ejercer el periodismo en los llamados “doce años de Balaguer” entrañaba muchos riesgos.

Esa “era” comenzó cinco años después de haberse producido el ajusticiamiento del dictador Rafael L. Trujillo en 1961.

Pero la maquinaria represiva policíaca-militar de la decapitada dictadura, en la que Balaguer se apoyó para gobernar un país convulso –de 1966 a 1978– seguía intacta.

En esos años, los disidentes revolucionarios o los políticos de la oposición mantenían cercanas relaciones con una camada de periodistas jóvenes que, en verdad, simpatizaban con sus causas.

Esa pudo ser una razón por la que la distancia entre civiles y militares, producto de una cultura implantada por la dictadura, afectó la relación de la prensa con el gobierno de Balaguer, de múltiples maneras.

Varios periodistas sufrieron con la muerte, la prisión, el atropello, el irrespeto o la censura, el volátil clima de libertad que prevalecía.

Lo sentí en carne propia una vez que, esperando la salida de Balaguer de una recepción con motivo de la independencia de los Países Bajos, en 1970, el presidente aceptó hablar con los periodistas que cubrían el festejo.

Éramos cinco, pero los colegas me escogieron para que le hiciera dos o tres preguntas, las que fuesen posibles, sobre temas candentes de la actualidad, mientras Balaguer estaba a las puertas de su automóvil, listo para marcharse.

Se me ocurrió denunciarle la brutal represión que la noche antes perpetró la Policía contra familias del barrio Guachupita, tras un enfrentamiento a tiros con civiles, del cual fui testigo como reportero.

Tan pronto comencé a exponerle la denuncia, el jefe de la Policía, incómodo y violento, ordenó que me callara, poniéndome la mano en el pecho para intimidarme y quitarme del medio.

Pero yo reaccioné tan enérgico como él y le grité que no tenía derecho a silenciarme ni impedirme hacer la pregunta.

En esos instantes de máxima tensión, el presidente Balaguer intentó sofocar el enfrentamiento y me pidió que volviera a formularle la pregunta. Lo hice, aún alterado e indignado, y ahí vino lo inesperado.

El jefe policial se interpuso de nuevo entre el presidente y yo y me dio un empujón que me hizo caer de espaldas junto a los demás periodistas que estaban detrás.

Mientras nos reponíamos de la violenta caída, el presidente y sus escoltas se marcharon de inmediato.

Menos el jefe, que ya con el campo libre, me apabulló con algunos calificativos que, para mí, constituían un inquietante indicio de que, a partir de ese momento, entraba en la lista negra de los indeseables del gobierno.

Aunque de verdad no era un enemigo del régimen, sino un periodista ilusionado con cumplir con un deber, tuve que acostumbrarme a coexistir con ese amplio umbral de riesgos y vivir otras experiencias también incómodas.

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